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La rebelión de La Maga Atlanta

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La rebeldía de La Maga Atlanta continúa vigente, igual que su poesía que sigue bordando con hilos de oro. A finales de los años 60, cuando ella misma era un escándalo y reinaba entre los hippies bogotanos que llegaban a su cetro de amor y paz en la galería El Escarabajo Dorado en Chapinero, aprendió a descubrirla en la fantasía de sus amigos artistas. Después la vio brotar como una fuente de vida de las precoces manos de su hija María de las Estrellas. Hoy, alejada del laberinto social, la invoca a diario en su casa rodeada de flores en Cota.


Bisnieta del médico que descubrió el microbio de la lepra en las pulgas e hija de Juan Carrasquilla, escritor y miembro de número de la Academia Colombiana de Historia, Leonor Carrasquilla Castello —su verdadero nombre—, nació en un hogar atípico. A los 2 años, mientras su padre descifraba escrituras notariales sobre las quintas y estancias de la vieja Santa Fe de Bogotá, su madre le leía al oído en francés los versos de los poetas malditos. Con los desgarramientos de Baudelaire o Verlaine aprendió a hablar.

Cuando llegaba a los 15 años, imantada por los ojos azules de su madre, Leonor Castello Putnam, empezó a rastrear los eslabones de su linaje. El primer Castello en Colombia fue primo del creador del imperio inglés Benjamín Disraeli y el primer Putnam llegó de Francia con un sofisticado árbol genealógico bajo el brazo. Ella lo conserva y sostiene que su semilla es merovingia y que en su sangre lleva la estirpe de Carlo Magno, del primer rey de Jerusalén, Godofredo de Bouillón, y hasta de las brujas de Salem.

Lo cierto es que cuando irrumpió la adolescencia, no quiso saber más de acreditados colegios y, apadrinada por Ramón de Zubiría y Rogelio Echavarría, empezó a escribir comentarios culturales en El Tiempo y a frecuentar tertulias literarias con sus colegas poetas. En esas vueltas apareció el amor, 10 años mayor que ella, dueño de una labia contagiosa, anticuario y vendedor de arte, embaucador de oficio. Se llamaba Eduardo Uhart, era chileno, por él dejó la casa paterna y emprendió la aventura.

El 21 de mayo de 1967 nació María de las Estrellas. A los seis meses fue a conocerla el padre y después se volvió a perder en sus extraños negocios. Con su “niña de Dios”, Leonor siguió buscando su destino. En la Biblioteca Nacional, en el Café Automático, en la fraternidad Rosacruz, en el Bosque Izquierdo, junto a su padre viudo y abuelo. Hasta que entró en contacto con los hippies del pasaje de la calle 60, le abrieron espacio para su bola de vidrio y una pequeña butaca para su inquieta María. Así nació La Maga Atlanta y “se abrió el cielo de su origen de luz y mar”.

Después fue El Templo, a espaldas del Hotel Hilton, en una calle olorosa a incienso y sándalo donde la juventud era libertad y viceversa. Luego la colonia de La Miel, a 14 kilómetros de La Dorada (Caldas) en la vía hacia Sonsón (Antioquia), donde doña Lucrecia, coja y amable, proveía las necesidades de los pacíficos buscadores de hongos. Y después su casa en el barrio San Nicolás, en el camino hacia Suba, herencia de su madre, donde fueron llegando uno a uno, desde su nuevo amor hasta el tropel de sus alucinantes amigos.

“Hogar de paso de locos de todos los calibres”, como lo definió el poeta Eduardo Escobar en su texto La Maga poesía. Leonor anfitriona, “lectora devota de la Blavatsky, del Zoar, de Gurdjieff, de Leadbeter, de Besant”, esoterismo puro y amor por todos. Ella rebelde y astral, María de las Estrellas cursando primaria y escribiendo poemas que sorprendían a los mayores, y entre los dos el poeta nadaísta Jotamario Arbeláez, con quien compartió su vida aunque La Maga prefiere recordar a Gonzalo Arango, a Elmo Valencia o a X-504.

“No soy ni fui nadaísta, en cambio sí fui hippie”, insiste, “porque mejor es quemarse entre los cantos espadas de los santos arcángeles y las ventas de pieles de los mártires de la acción, que entre miel, con pan y con sangre, mientras se orillan los que no son”. Igual que María de las Estrellas, que antes de los 12 años, con aprobación del maestro Germán Arciniegas ya asistía a clases de literatura en la Universidad de los Andes y así le dedicó su primer libro, El mago en la mesa: “Para la mejor mamá que he tenido en mis vidas”. Madre e hija unidas en un legado común y fecha fatal: el 6 de abril de 1981.

Ese día, cansada de madrugar a las 5 de la mañana para responder a la universidad y al colegio, pero engañada por su padre sinuoso; en la misma carretera entre Bogotá y Tunja donde cinco años atrás había perecido Gonzalo Arango; María de las Estrellas encontró la muerte en la cuneta donde fue a parar el taxi en que viajaba. La Maga Atlanta estaba en Almería, al sur de España. Volvió para llevarla a su última morada y luego escribió: “María, cuando partiste estuve a tu lado, para que dormitaras en el lado ahumado de la desencarnación”.

Desde entonces sostiene que su poesía “es María de las Estrellas que se levanta de su tumba” y 14 libros en tres décadas son su testimonio. Premiada o reconocida en España, Austria, Estados Unidos, México, Perú o Paraguay, pero algo inadvertida en Colombia. A La Maga Atlanta no le importa mucho porque, como lo advierte en uno de sus textos, ella vive en la eterna “rebelión del Santo Grial”. En el estado de gracia de la poesía, tejida también en libros de seda hindú con poemas hilados en oro de 24 quilates.

El primero fue María en abril, donde también incluyó poemas de su hija “antes de convertirse en flor”; y el que está saliendo a la luz se titula Me llamo alma, donde las recitaciones de la muerte “hablan de la piel sin tiempo”. Entre su casa campestre en Cota y el pueblo de San Agustín, donde asegura haber “encontrado a Dios bailando” y vive su hermana María Teresa, pasa sus días de otoño. Soberana y mística en su espíritu brujo, reclama resuelta: “¿Tengo que entregarles mi vida a los dioses sordos a cambio de sus favores?”. Sin taumaturgos mediadores, hoy prefiere la senda de Jesucristo.

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Redacción Cultura | EL ESPECTADOR

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